En el continente europeo el poder estatal se basaba aún en el hecho de que la delegación del pueblo al soberano era ilimitada e irrevocable. Los príncipes, habían creado sus administraciones centralizadas a través de funcionarios que dependían directamente de ellos. Pero en mayor o menor grado la autoridad suprema respetaba todavía las franquicias, las instituciones y las tradiciones locales. Se trataba de inmunidades feudales y eclesiásticas, de residuos de antiguas administraciones, de autonomías ciudadanas, etc.
La Ilustración abrió el camino a una realización más sistemática de los objetivos del absolutismo. Los ilustrados estaban convencidos en principio de que el poder absoluto era capaz —además de tener el deber— de proporcionar bienestar a los individuos. En el estado ilustrado aparecía como algo natural para ellos confiarle el mayor número de funciones posible. Las innovaciones del absolutismo ilustrado podían ser así acogidas favorablemente, aunque fueran llevadas a cabo de modo despótico, con tal de que la libertad de conciencia quedase salvaguardada. El estado absolutista tenía una existencia legítima cuando ejercía su poder realizando reformas inspiradas en el espíritu de la época. Sólo al término de todo un proceso surgió la existencia de poner límites al despotismo ilustrado mediante una constitución y un Parlamento elegido.
En Francia se sostuvo que el monarca era ilustrado cuando basaba su propia conducta en principios queridos por la naturaleza, es decir, en el conocimiento de las verdaderas leyes del orden social. Cuando procedía para el interés supremo de la sociedad, el absolutismo era legal y autorizado a un poder sin límite ni extensión ni de intensidad, ninguna fuerza tenía derecho a ir en contra de la acción soberana inclinada al interés común. Se ha considerado que en 1780, en el conjunto de Europa, el estado dispuso de medios cuatro o cinco veces superiores a los del siglo anterior.
No hay que olvidar que los distintos poderes absolutistas del siglo XVIII no renunciaron nunca a la prosecución de una política de hegemonía ni a una competencia internacional exenta de prejuicios. No obstante, la inserción del doctrinarismo «filosófico» no dejo de actuar sobre todo en la gestión interna de sus gobiernos. Esto fue particularmente visible en la política económica, de la proclamada libertad de trabajo y del intercambio se derivaban la abolición de los viejos vínculos corporativos o mercantilistas y el retorno a la tierra y a la agricultura.
Aunque a menudo resultaron débiles o precarias, las reformas de las distintas monarquías continentales tomaron ante todo como punto de mira numerosos privilegios de la nobleza. En Nápoles, Carlos III de Borbón (1734-1759) no se atrevió aceptar la propuesta de suprimir los privilegios y las inmunidades feudales, sin embargo, logró limitar los arbitrios sobre los vasallos y someter a tributo a los propietarios de tierras. Tras haber concedido a los judíos el libre ejercicio de sus actividades en su reino (1740), Carlos III firmó con Roma un Concordato (1741) que limitaba los privilegios y las inmunidades del clero, además, diversas órdenes religiosas fueron suprimidas y sus bienes incautados, pero a partir de 1744, a cambio del apoyo proporcionado al rey en el plano militar, la nobleza napolitana logró obtener de él la restitución de sus posiciones de privilegio.
Más estable, aunque menos audaz, fue la reforma llevada a cabo en la Toscana por la familia Lorena (que sucedió a los Médicis en 1737). Tras una ley que imponía al príncipe el reconocimiento de títulos nobiliarios (1750), en 1764-1765 se dictaron disposiciones para liberalizar el comercio. La Toscana fue además la primera en Italia que suprimió las antiguas corporaciones de artes y oficios (1770). En 1786 se prohibió la pena de muerte, la tortura y la confiscación de bienes del reo, además del delito de lesa majestad.
En Portugal, las iniciativas reformadoras dependieron sobre todo de la acción de José I (? 1776) y de su ministro Sebastião José de Carvalho, marqués de Pombal, que fue depuesto y procesado inmediatamente después de la desaparición del soberano. España se destacó al principio por las iniciativas culturales: en 1711 la Biblioteca Nacional de Madrid, en 1724 la Academia de Medicina y en 1738 la de Historia. Carlos III pasó de Nápoles a ocupar el trono español en 1759 y su voluntad renovadora tuvo mejor fortuna en tierras ibéricas. El personal eclesiástico español del siglo XVIII constituía una gran fuerza de resistencia y de inmovilismo con sus 66.000 sacerdotes, 85.000 frailes y monjas y 25.000 sacristanes y acólitos. Carlos III limitó el número de sacerdotes y de las cofradías y destruyó el poder de la Inquisición y dio un duro golpe a los privilegios del clero, cuyos bienes fueron sometidos al fisco. Entre 1769 y 1789 realizó la reforma de las Universidades, los poderes de los órganos centrales del estado fueron acrecentados y reducidos los de las Cortes. Pero sus esfuerzos por crear una administración gubernativa eficiente fueron seriamente rechazados por los representantes de los grupos sociales privilegiados.
Lejos de encontrar en la monarquía su impulso, el movimiento reformador francés encontró a menudo en ella incomprensión e incluso desprecio. Luis XV y Luis XVI permitieron que la nobleza conservase sus prerrogativas feudales frente a sus súbditos y que el clero mantuviera sus inmunidades. Antes de 1763, las estructuras de Francia apenas habían sido rozadas por las ideas reformadoras y a continuación tampoco fueron realizados progresos apreciables. Hay que observar que como en España, Portugal y en Austria, en Francia también se procedió a la expulsión de los jesuitas en la segunda mitad del siglo XVIII.
Aunque en Prusia faltó también una auténtica reforma modernizadora, Federico II no permaneció inactivo, su objetivo era mantener el antiguo orden social y la relación de dependencia entre campesinos y señores, defendió a los primeros de las arbitrariedades de los segundos y los favoreció en la fase de saneamiento de las ciénagas o en la colonización de tierras conquistadas en Polonia. En el plano económico se atuvo a los criterios mercantilistas y siguió los dictámenes de la fisiocracia sólo allí dónde le parecía útil para su estado; creó ministerios especializados, reorganizó la banca nacional y los monopolios del tabaco y del café. En lo religioso, en su calidad de príncipe protestante, siguió siendo celoso de sus prerrogativas e intentó extenderlas también a sus súbditos católicos. Proveyó a las instituciones de una clase judicial preparada e independiente, reformando el derecho civil en función de las nuevas necesidades económicas y sociales.
Una mayor consistencia tuvieron las reformas en el territorio del Imperio de los Habsburgo. El gobierno austriaco se mostró en un grado bastante notable consciente de cuán necesario era un proceso de modernización. De este modo, fue aumentando el poder de los oficiales de cada distrito para convertirlos —a manos de funcionarios imperiales— en uno de los núcleos más importantes de toda la organización administrativa del estado. María Teresa reorganizó el ejército y creó un Consejo de Estado con la función de tratar los problemas interiores y exteriores. El gobierno de María Teresa supo también actuar de acuerdo con la Ilustración lombarda y secundar sus puntos de vista, una innovación y base de todo futuro reforma fiscal fue el catastro geométrico lombardo que provocó una reordenación administrativa y supuso un golpe importante a los privilegios de clase, al exigir que se hiciera constar la riqueza de las propiedades de tierras para conseguir una fiscalidad más justa. En Lombardía, la obra de José II llegó a significar el fin de la supremacía patricia. Pero el emperador no consiguió extender el catastro a otros dominios. José II estaba convencido de que su misión era ejercer hasta el fondo su propio poder para realizar el bienestar del pueblo, que era necesario liberar a los campesinos de las tierras de los vínculos que los oprimían y quiso poner fin a la servidumbre de la gleba en todos sus dominios, empezando por Bohemia y terminando por Estiria y Carintia. Las medidas de censo que acompañaron tales disposiciones de liberalización suscitaron la rebelión de los burgueses y de los mismos campesinos en Hungría y en Transilvania (verano de 1783). En lugar de proceder gradualmente, el emperador pretendió transformar de un plumazo situaciones seculares, no sólo disminuyendo los poderes de la nobleza, sino recomendando también a los aldeanos dejar la tierra y dedicarse a otros oficios. Sofocada la revuelta, no dejó de unificar y modernizar los códigos de leyes ni de introducir un tributo general para todas las clases sociales.
Sus reformas eclesiásticas se produjeron una detrás de otra, impregnadas del racionalismo ilustrado más laico. No soportaba la inmunidad del clero ni sus vínculos con Roma: todo tenía que ser equilibrado y sometido al estado; sometió las bulas y los breves papales a la aprobación gubernativa, se reservó para sí el nombramiento de los obispos y consideró a los eclesiásticos como funcionarios públicos, suprimió los conventos de cartujos, calmadulenses y eremitas, además de las monjas franciscanas, capuchinas carmelitas y de Santa Clara e hizo implantar seminarios dirigidos según las nuevas corrientes filosóficas, la oración de plegarias fue limitada, el ceremonial de los servicios divinos reformado, fijado el número de cirios, prohibidas las peregrinaciones y obstaculizadas las comuniones y confesiones frecuentes, suprimidas las ceremonias fúnebres y el matrimonio reducido a sacramento libre contrato civil disoluble con el divorcio.
El absolutismo ilustrado llegó al Báltico y particularmente a Suecia y Rusia. En el primero Gustavo III (1772-1792) decretó una nueva constitución que ponía al gabinete regio en posición central, dio impulso a una política de cuño liberal y abolió la tortura. Mientras se instauraba de modo gradual la libertad de prensa se dictaron disposiciones a favor de la minoría católica y de las comunidades judías urbanas. En Rusia coexistieron casi ignorándose dos mundos, el de la masa campesina hundida en la servidumbre y el de la elite que gravitaba alrededor de la corte. Catalina II (1762-1796), en efecto, no parecía gobernar verdaderamente sobre aquellos 15-20 millones de campesinos que dependían de unos cien mil propietarios de tierras y, en parte, de algunas decenas de millares de funcionarios. La emperatriz inició en 1775 una reforma administrativa basada en distritos (de 20.000 o 30.000 habitantes) reagrupados en cincuenta provincias. El jefe administrativo de cada distrito era elegido por la nobleza, que tenía derecho a tener sus propios tribunales, distintos de los reservados a los comerciantes y de los destinados a campesinos libres. En 1785 fue promulgada una carta de la nobleza rusa, que les daba el derecho a reunirse en asambleas en cada distrito y provincia, así los nobles fueron asociados al aparato estatal, teniendo sus reuniones facultad para nombrar a los titulares de los cargos públicos, además de presentar los informes.
La Ilustración abrió el camino a una realización más sistemática de los objetivos del absolutismo. Los ilustrados estaban convencidos en principio de que el poder absoluto era capaz —además de tener el deber— de proporcionar bienestar a los individuos. En el estado ilustrado aparecía como algo natural para ellos confiarle el mayor número de funciones posible. Las innovaciones del absolutismo ilustrado podían ser así acogidas favorablemente, aunque fueran llevadas a cabo de modo despótico, con tal de que la libertad de conciencia quedase salvaguardada. El estado absolutista tenía una existencia legítima cuando ejercía su poder realizando reformas inspiradas en el espíritu de la época. Sólo al término de todo un proceso surgió la existencia de poner límites al despotismo ilustrado mediante una constitución y un Parlamento elegido.
En Francia se sostuvo que el monarca era ilustrado cuando basaba su propia conducta en principios queridos por la naturaleza, es decir, en el conocimiento de las verdaderas leyes del orden social. Cuando procedía para el interés supremo de la sociedad, el absolutismo era legal y autorizado a un poder sin límite ni extensión ni de intensidad, ninguna fuerza tenía derecho a ir en contra de la acción soberana inclinada al interés común. Se ha considerado que en 1780, en el conjunto de Europa, el estado dispuso de medios cuatro o cinco veces superiores a los del siglo anterior.
No hay que olvidar que los distintos poderes absolutistas del siglo XVIII no renunciaron nunca a la prosecución de una política de hegemonía ni a una competencia internacional exenta de prejuicios. No obstante, la inserción del doctrinarismo «filosófico» no dejo de actuar sobre todo en la gestión interna de sus gobiernos. Esto fue particularmente visible en la política económica, de la proclamada libertad de trabajo y del intercambio se derivaban la abolición de los viejos vínculos corporativos o mercantilistas y el retorno a la tierra y a la agricultura.
Aunque a menudo resultaron débiles o precarias, las reformas de las distintas monarquías continentales tomaron ante todo como punto de mira numerosos privilegios de la nobleza. En Nápoles, Carlos III de Borbón (1734-1759) no se atrevió aceptar la propuesta de suprimir los privilegios y las inmunidades feudales, sin embargo, logró limitar los arbitrios sobre los vasallos y someter a tributo a los propietarios de tierras. Tras haber concedido a los judíos el libre ejercicio de sus actividades en su reino (1740), Carlos III firmó con Roma un Concordato (1741) que limitaba los privilegios y las inmunidades del clero, además, diversas órdenes religiosas fueron suprimidas y sus bienes incautados, pero a partir de 1744, a cambio del apoyo proporcionado al rey en el plano militar, la nobleza napolitana logró obtener de él la restitución de sus posiciones de privilegio.
Más estable, aunque menos audaz, fue la reforma llevada a cabo en la Toscana por la familia Lorena (que sucedió a los Médicis en 1737). Tras una ley que imponía al príncipe el reconocimiento de títulos nobiliarios (1750), en 1764-1765 se dictaron disposiciones para liberalizar el comercio. La Toscana fue además la primera en Italia que suprimió las antiguas corporaciones de artes y oficios (1770). En 1786 se prohibió la pena de muerte, la tortura y la confiscación de bienes del reo, además del delito de lesa majestad.
En Portugal, las iniciativas reformadoras dependieron sobre todo de la acción de José I (? 1776) y de su ministro Sebastião José de Carvalho, marqués de Pombal, que fue depuesto y procesado inmediatamente después de la desaparición del soberano. España se destacó al principio por las iniciativas culturales: en 1711 la Biblioteca Nacional de Madrid, en 1724 la Academia de Medicina y en 1738 la de Historia. Carlos III pasó de Nápoles a ocupar el trono español en 1759 y su voluntad renovadora tuvo mejor fortuna en tierras ibéricas. El personal eclesiástico español del siglo XVIII constituía una gran fuerza de resistencia y de inmovilismo con sus 66.000 sacerdotes, 85.000 frailes y monjas y 25.000 sacristanes y acólitos. Carlos III limitó el número de sacerdotes y de las cofradías y destruyó el poder de la Inquisición y dio un duro golpe a los privilegios del clero, cuyos bienes fueron sometidos al fisco. Entre 1769 y 1789 realizó la reforma de las Universidades, los poderes de los órganos centrales del estado fueron acrecentados y reducidos los de las Cortes. Pero sus esfuerzos por crear una administración gubernativa eficiente fueron seriamente rechazados por los representantes de los grupos sociales privilegiados.
Lejos de encontrar en la monarquía su impulso, el movimiento reformador francés encontró a menudo en ella incomprensión e incluso desprecio. Luis XV y Luis XVI permitieron que la nobleza conservase sus prerrogativas feudales frente a sus súbditos y que el clero mantuviera sus inmunidades. Antes de 1763, las estructuras de Francia apenas habían sido rozadas por las ideas reformadoras y a continuación tampoco fueron realizados progresos apreciables. Hay que observar que como en España, Portugal y en Austria, en Francia también se procedió a la expulsión de los jesuitas en la segunda mitad del siglo XVIII.
Aunque en Prusia faltó también una auténtica reforma modernizadora, Federico II no permaneció inactivo, su objetivo era mantener el antiguo orden social y la relación de dependencia entre campesinos y señores, defendió a los primeros de las arbitrariedades de los segundos y los favoreció en la fase de saneamiento de las ciénagas o en la colonización de tierras conquistadas en Polonia. En el plano económico se atuvo a los criterios mercantilistas y siguió los dictámenes de la fisiocracia sólo allí dónde le parecía útil para su estado; creó ministerios especializados, reorganizó la banca nacional y los monopolios del tabaco y del café. En lo religioso, en su calidad de príncipe protestante, siguió siendo celoso de sus prerrogativas e intentó extenderlas también a sus súbditos católicos. Proveyó a las instituciones de una clase judicial preparada e independiente, reformando el derecho civil en función de las nuevas necesidades económicas y sociales.
Una mayor consistencia tuvieron las reformas en el territorio del Imperio de los Habsburgo. El gobierno austriaco se mostró en un grado bastante notable consciente de cuán necesario era un proceso de modernización. De este modo, fue aumentando el poder de los oficiales de cada distrito para convertirlos —a manos de funcionarios imperiales— en uno de los núcleos más importantes de toda la organización administrativa del estado. María Teresa reorganizó el ejército y creó un Consejo de Estado con la función de tratar los problemas interiores y exteriores. El gobierno de María Teresa supo también actuar de acuerdo con la Ilustración lombarda y secundar sus puntos de vista, una innovación y base de todo futuro reforma fiscal fue el catastro geométrico lombardo que provocó una reordenación administrativa y supuso un golpe importante a los privilegios de clase, al exigir que se hiciera constar la riqueza de las propiedades de tierras para conseguir una fiscalidad más justa. En Lombardía, la obra de José II llegó a significar el fin de la supremacía patricia. Pero el emperador no consiguió extender el catastro a otros dominios. José II estaba convencido de que su misión era ejercer hasta el fondo su propio poder para realizar el bienestar del pueblo, que era necesario liberar a los campesinos de las tierras de los vínculos que los oprimían y quiso poner fin a la servidumbre de la gleba en todos sus dominios, empezando por Bohemia y terminando por Estiria y Carintia. Las medidas de censo que acompañaron tales disposiciones de liberalización suscitaron la rebelión de los burgueses y de los mismos campesinos en Hungría y en Transilvania (verano de 1783). En lugar de proceder gradualmente, el emperador pretendió transformar de un plumazo situaciones seculares, no sólo disminuyendo los poderes de la nobleza, sino recomendando también a los aldeanos dejar la tierra y dedicarse a otros oficios. Sofocada la revuelta, no dejó de unificar y modernizar los códigos de leyes ni de introducir un tributo general para todas las clases sociales.
Sus reformas eclesiásticas se produjeron una detrás de otra, impregnadas del racionalismo ilustrado más laico. No soportaba la inmunidad del clero ni sus vínculos con Roma: todo tenía que ser equilibrado y sometido al estado; sometió las bulas y los breves papales a la aprobación gubernativa, se reservó para sí el nombramiento de los obispos y consideró a los eclesiásticos como funcionarios públicos, suprimió los conventos de cartujos, calmadulenses y eremitas, además de las monjas franciscanas, capuchinas carmelitas y de Santa Clara e hizo implantar seminarios dirigidos según las nuevas corrientes filosóficas, la oración de plegarias fue limitada, el ceremonial de los servicios divinos reformado, fijado el número de cirios, prohibidas las peregrinaciones y obstaculizadas las comuniones y confesiones frecuentes, suprimidas las ceremonias fúnebres y el matrimonio reducido a sacramento libre contrato civil disoluble con el divorcio.
El absolutismo ilustrado llegó al Báltico y particularmente a Suecia y Rusia. En el primero Gustavo III (1772-1792) decretó una nueva constitución que ponía al gabinete regio en posición central, dio impulso a una política de cuño liberal y abolió la tortura. Mientras se instauraba de modo gradual la libertad de prensa se dictaron disposiciones a favor de la minoría católica y de las comunidades judías urbanas. En Rusia coexistieron casi ignorándose dos mundos, el de la masa campesina hundida en la servidumbre y el de la elite que gravitaba alrededor de la corte. Catalina II (1762-1796), en efecto, no parecía gobernar verdaderamente sobre aquellos 15-20 millones de campesinos que dependían de unos cien mil propietarios de tierras y, en parte, de algunas decenas de millares de funcionarios. La emperatriz inició en 1775 una reforma administrativa basada en distritos (de 20.000 o 30.000 habitantes) reagrupados en cincuenta provincias. El jefe administrativo de cada distrito era elegido por la nobleza, que tenía derecho a tener sus propios tribunales, distintos de los reservados a los comerciantes y de los destinados a campesinos libres. En 1785 fue promulgada una carta de la nobleza rusa, que les daba el derecho a reunirse en asambleas en cada distrito y provincia, así los nobles fueron asociados al aparato estatal, teniendo sus reuniones facultad para nombrar a los titulares de los cargos públicos, además de presentar los informes.
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