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La Crisis De La Conciencia Europea

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El siglo XVIII constituyó un periodo de acentuada presencia y de expansión posterior de las potencias europeas en los continentes asiático y americano. No puede decirse que los conflictos que se produjeron en suelo europeo fueran más importantes que los que se produjeron más allá de los océanos, el principio siempre fue el mismo: el afán de engrandecerse a expensas de los más débiles. Pero, existió una diferencia notable, en los territorios colonizados en ultramar existió por lo menos uno que supo reivindicar su autonomía y finalmente imponer a la madre patria su propia independencia. En Europa, en cambio, ninguna guerra fue redimida por un atisbo de idealismo, todas fueron la expresión directa de cínicos cálculos o de numerosos regateos. Además, en el siglo XVIII, apareció el brutal proyecto de disgregar los estados ajenos, de repartirse su territorio con desprecio de los vínculos que habían mantenido unidas a sus poblaciones.
Dentro del arte de guerrear, se asumieron nuevos caracteres, la formación de los oficiales y cuadros militares fue asumida por los estados en un grado bastante más alto que anteriormente, sobre todo en las fuerzas de tierra, el mantenimiento de los ejércitos desempeñó una función capital en la promoción social e intelectual de una franja no menospreciable de la población. Las fuerzas armadas se convirtieron cada vez más en un conjunto de cuerpos de oficios, que exigían un largo aprendizaje para adiestrarse e ingentes costes para mantenerse y equiparse. De ello derivó que los comandantes dudaron cada vez más que antes en poner en peligro la consistencia de su ejército e intentaron, a menudo, proceder a la ocupación del territorio conquistado a fin de constituirlo como prueba para los tratados diplomáticos. Los ejércitos contaron con sus propias reservas de víveres y de municiones. En el plano táctico, el fusil tomó definitivamente la delantera a las armas individuales y los ataques tomaron la forma de sucesivas oleadas de descargas ordenadas de artillería.
Superados los grandes ideales de conquista de siglos anteriores pasaron a ser los dinásticos, estratégicos o económicos los principales pretextos para batirse. La Europa del siglo XVIII era un espacio en el que era muy difícil mover un solo peón sin provocar una serie de repercusiones en potras partes del tablero de ajedrez.
La razón de estado, ya considerada obvia, no se identificaba solamente con el interés calculado y con la tendencia a la expansión territorial, marítima y económica, ahora esa tendencia constituían ya la traducción de la idea de asegurar el equilibrio de fuerzas, un orden internacional en el que se consolidan los más poderosos pero que se excluye la preponderancia de una sola potencia. Existía algo que se asemejaba a una especie de concierto europeo, sabiendo que de eso dependía también en buena parte el destino de las otras áreas terrestres. La razón de estado era la juiciosa consideración de un campo de fuerzas en cuyo interior era necesario reunir la coexistencia y convivencia, sin atropellar del todo ni romper las relaciones con los estados vecinos. La confrontación entre los estados estaba abierta y exenta de prejuicios, pero no existía el propósito de imponer formas de dominio exclusivo y menos aún a escala mundial.
Los monarcas y gobernantes de aquella época, movidos por sus pasiones y proyectos, actuaban a pesar de todo en nombre de las comunidades estatales que regían. En el siglo XVIII la situación se encontraba en una especie de fase intermedia entre la caracterizada por la presencia de supraestructuras de tipo religioso y confesional, que habían actuado hasta entonces, pretendiendo interpretar las exigencias colectivas.

El nuevo panorama político

Se puede afirmar que el orden surgido de los tratados de Utrech y de Rastadt en el inicio del siglo XVIII marcó bastante duraderamente el orden de las décadas siguientes, al menos hasta 1780, tanto por el desarrollo del estado prusiano como por la erosión del polaco. Algunos puntos que parecían bastante firmes fueron corroborados y consolidados, desde la supremacía marítima y naval inglesa hasta la entrada de las fuerzas rusas en el concierto europeo, desde la decadencia del imperio otomano y también de Holanda hasta la persistente incapacidad de los organismos políticos de la península italiana de introducirse en el juego de las competencias internacionales.
Se asistió a una repartición bastante nueva entre el grupo de las capitales que se situaron al frente de las iniciativas continentales. Entre las primeras ciudades, a Viena y Londres se unieron Berlín y San Petesburgo; entre las segundas, se situaron no sólo Madrid y Lisboa sino también París y Constantinopla. Francia, a la muerte de Luis XIV, ya no mostró poseer la altura que había alcanzado en los siglos anteriores, el desarrollo de las «luces», la difusión del pacifismo y la influencia de los “philosophes” o de una opinión pública de amplio espectro desempeñaron más bien en conjunto un papel negativo en una Europa en la que la eficacia en el plano internacional seguía estando vinculada a la acción incisiva de los más altos representantes y de los soberanos.
Inglaterra, representaba la potencia de primer rango, por el hecho de estar protegida por la primera flota de guerra existente como por el escaso condicionamiento territorial ejercido por las fuerzas del continente vecino. Más que conflictos con sus vecinos deseaba buenos negocios y conquistas estratégicas en los distintos mares y océanos. No era un hecho secundario que los vástagos de la aristocracia inglesa se consagraran voluntariamente a los negocios y al mismo tiempo acogieran sin dificultad a los representantes de la burguesía. La propiedad de la tierra se compaginaba con las inversiones comerciales y financieras y se acariciaba cada vez menos la idea de mantener un ejército permanente.
La tendencia de la pequeña Prusia y sus soberanos, que se había dotado de un aguerrido aparato militar, contaba al inicio del siglo XVIII con menos de dos millones de habitantes. Los dominios de los Hohenzollern eran un conjunto de territorios desarticulados o separados, situados en las cuatro puntas del espacio germánico: desde Pomerania, Prusia y Brandeburgo hasta Westfalia y las regiones renanas y desde Suecia al principado de Neuchâtel, de ahí sus ambiciones de conquistas que lo hiciesen un territorio compacto. La burocracia prusiana había sido constituida para servir al ejército y satisfacer sus exigencias.
El estado Polaco se distinguía por la característica anómala de ser al mismo tiempo una monarquía y una república. Era la Dieta de los nobles la que elegía el soberano, que se transformó en un campo abierto a las influencias exteriores y entre sus miembros se delineaban partidos cada vez más discordantes. Prusia, Rusia, Francia, España y el Imperio intervinieron como se produjo a partir de 1733 en la llamada guerra por la sucesión polaca entre los austrorusos y los Borbones de París y Madrid.
Aunque en franca decadencia, la potencia española no descendió en el siglo XVIII a tal grado de subordinación, a pesar que por la sucesión a su trono se había desencadenado un largo conflicto y se había accedido a poner en él a la dinastía extranjera de los Borbones. Este cambio deterioró las relaciones entre las cortes de Viena y Madrid, Felipe V de Borbón no fue reconocido por el emperador Carlos VI mientras se agudizaba la rivalidad ya que los dos aspiraban a la posesión de Sicilia, enfrentándose por ella e interviniendo Francia, al haberse aliado Inglaterra y Austria. La paz de Madrid de enero de 1720 obligó a los españoles a retirarse de Sicilia y Cerdeña. Madrid abrigó esperanzas de recuperar Gibraltar a la que puso un infructuoso cerco desde diciembre de 1716 hasta junio de 1727.
Las dos monarquías borbónicas obtuvieron algún éxito en la península italiana en el transcurso del conflicto que las había enfrentado a Inglaterra, Austria y Rusia por la sucesión al trono polaco. El tratado de Viena de 2 de mayo de 1738, que puso fin al conflicto, produjo varios cambios en la escena europea. Don Carlos, hijo del rey de España, obtuvo el reino de Nápoles y Sicilia con el nombre de Carlos III y cedió a los Habsburgo sus derechos sobre Parma y Piacenza. A Estanislao Leszczynski, excluido del trono polaco, se le asignó el ducado de Lorena, a Francisco, esposo de María Teresa, el gran ducado de Toscana.
Primogénita de Carlos VI de Habsburgo (1711-1740), María Teresa había constituido la primera preocupación del padre, decidido a traspasarle el trono. Desde 1713, el emperador había promulgado con este objetivo una “Pragmática Sanción” a la que intentó tenazmente que se adhirieran los demás estados. Sucesivamente obtuvo el reconocimiento de Prusia y Rusia (1726), Inglaterra y España (1731), Francia (1735) y finalmente Holanda (1739).
Carlos Vi se rebeló como un soberano enérgico y emprendedor, en 1715 declaró la guerra al imperio turco, de acuerdo con la república de Venecia, dejando la frontera en Saba, donde permanecería hasta 1914. Emprendió también otras iniciativas: para hacer competencia a los puertos de Livorno y de Génova, en 1718 constituyó los puertos francos de Fiume y de Trieste, en ésta última ciudad estableció una Compañía austriaca de Levante para aprovechar las cláusulas comerciales favorables obtenidas de los turcos en Passarowitz.
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