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Cuatro Cartas. Cuatro Propuestas De Acción Social. Silo (Mario Rodríguez Cobos).

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Séptima carta
Hablaremos de la revolución social. La palabra revolución ha caído en desuso tras el fracaso del “socialismo real”. Principalmente desde los medios de comunicación, los formadores de opinión nos han presentado un conjunto de ideas bien articuladas que descalifican el proceso revolucionario en el mundo actual.

La concentración del gran capital hasta el colapso mundial, es deshumanizante, como lo será el mundo resultante convulsionado por hambrunas, migraciones, guerras, caos, injusticia… La vida de las generaciones es tan inmediata que cada uno ve el destino general como su destino particular ampliado, y no su destino particular como destino general restringido. Se manipula la imagen del futuro y se exhorta a aguantar la situación, como si fuera una crisis insignificante y llevadera. Y mientras, los que prometieron progreso para todos siguen abriendo el foso que separa a las minorías opulentas de las mayorías cada vez más castigadas, un círculo vicioso en un sistema global del que no escapa ningún punto del planeta. El autor quiere presentar la revolución como dirección superadora de las diferencias de los oprimidos. La situación mundial y la particular de cada uno será más conflictiva cada día, y dejar el futuro en manos de los que han dirigido este proceso es suicida. En este sistema, todo queda a expensas de la simple acumulación de capital y poder. Se nos dice que al pretender ordenar el desorden creciente, se acelerará el desorden. La única salida será entonces revolucionar el sistema, abriéndolo a la diversidad de las necesidades y aspiraciones humanas.

Actualmente, el capital se transfiere gradualmente a la banca, la banca se adueña de las empresas, los países, las regiones y el mundo. Entonces la revolución implica la apropiación de la banca, de manera que ésta cumpla su servicio sin percibir a cambio intereses usurarios. El paradigma de la riqueza y el poder deberá ser sustituido por la salud y la educación, los dos valores máximos de la revolución.

La revolución social deberá cambiar drásticamente las condiciones de vida del pueblo, será una revolución política que modifique la estructura del poder, una revolución humana que cree sus propios paradigmas. La revolución social a que apunta el Humanismo pasa por la toma del poder político para realizar las transformaciones, pero la toma de poder no es un objetivo en sí. Tampoco la violencia es un componente esencial de esa revolución, que posible por distintos medios, incluido el triunfo electoral. El carácter de las futuras revoluciones será universalista y su objetivo, mundializador.

La acción política exige ahora la creación de un partido con representatividad en distintos niveles, cuyo objeto sea orientar el conflicto hacia el seno del poder establecido. Es decir, el trabajo político del partido debe ser la expresión de un fenómeno social amplio. Si antes se pensaba que el partido era la vanguardia de lucha que organizaba diferentes frentes de acción, aquí afirmamos que debe ser a la inversa: los frentes de acción organizan y desarrollan la base de un movimiento social, y es el partido la expresión institucional de ese movimiento.

Los frentes de acción deben basarse en la comuna o el municipio. La reivindicación inmediata debe derivar en crecimiento organizativo y posicionamiento para pasos posteriores. Todo conflicto debe ser explicado en términos relacionados directamente con el nivel de vida, la salud y la educación. El mismo modo, los frentes de acción en el campo gremial deben diseñar su táctica apuntando al crecimiento de la organización de la base social.

La puesta en marcha de instituciones sociales y culturales en la base permite aglutinar a colectividades discriminadas o perseguidas, dándoles una dirección común a pesar de sus diferencias particulares. Y es que en realidad su posición aislada les expone a ser erradicados con mayor facilidad, o bien los coloca en posición de radicalizarse.

Hay que distinguir entre proceso revolucionario y dirección revolucionaria. El primero se refiere a un conjunto de condiciones mecánicas generadas en el desarrollo del sistema. Ese desarrollo crea factores de desorden que, finalmente, son desplazados, se imponen o terminan descomponiendo la totalidad del esquema. Es un proceso independiente de la acción voluntaria de grupos o individuos.

La dirección depende de la intención humana y escapa a la determinación de las condiciones que origina el sistema. La condición humana se caracteriza por poder oponerse a las condiciones objetivas, y dentro de ese modo de libertad se interpreta la dirección revolucionaria.

El desarrollo del sistema escapa a las intenciones y al dominio de la minoría que pretende concentrar los factores de poder y control. Así el aumento del desorden choca con el orden establecido, y ese orden aplicará sus recursos de protección, con todo el rigor de la violencia disponible y llegando al máximo recurso, el ejército.

Octava carta
El autor se centra en la relación entre fuerzas armadas, poder político y sociedad.

Las fuerzas armadas están tratando de definir su nuevo rol, desde las iniciativas de desarme de finales de los 80. A la vez se dan cambios profundos en la estructura y la concepción del estado, como consecuencia de la modificación de fronteras que se suponían inalterables y las migraciones a gran escala. El estado nacional ya no aguanta los golpes que le propinan por arriba las fuerzas multinacionales y por abajo las fuerzas de la secesión. El concepto de soberanía nacional queda disminuido. Las fuerzas armadas fueron en su momento las sostenedoras de la soberanía y la seguridad general. Pero, privatizados tantos bienes y servicios, disminuye la importancia del estado tradicional. Si la administración y los recursos de un país salen del área de control público, se acabará asignando a las fuerzas armadas el rol de milicia privada que defiende intereses económicos vernáculos o multinacionales.

Si crecen la desocupación y la recesión en los países industrializados, éstos pueden ser escenario de convulsiones, que antes sólo se daban en la periferia, y no en el centro. El terrorismo es un peligro de grandes proporciones, por el poder con el que pueden contar hoy individuos y grupos.

El poder político es el que da su orientación a las fuerzas armadas. Su función tradicional ha sido resguardar la soberanía y seguridad de los países, y en el colonialismo abrir paso a los intereses de las coronas de la época y de las compañías privadas.

Recientemente se ha entendido la guerra como simple continuación de la política, y al estado como el aparato de gobierno de una sociedad radicada en ciertos límites geográficos. Las fronteras serían la “piel del estado”, una piel que se contrae o se expande de acuerdo con el tono vital de los países. Así, la función del ejército sería ganar espacio.

La función del ejército es servir al estado en lo que hace a seguridad y soberanía, pero la concepción sobre estos temas varía en cada gobierno. A esto hay dos excepciones: si el poder político se ha constituido ilegítimamente, o bien si se ha constituido legalmente pero en su ejercicio se convierte en ilegal, las fuerzas armadas deben restablecer la legalidad interrumpida. El ejército se debe a la legalidad, y no al poder vigente, y la legalidad proviene del pueblo. El ejército no puede invocar la “obediencia debida”.

El autor es favorable a la sustitución del servicio militar obligatorio por el optativo, que permitirá una mayor capacitación del soldado profesional, pero que vendrá acompañado de una importante reducción del personal de cuadros y de jefatura. En esa reestructuración tendrá que tenerse en cuenta el modelo de país en el que se efectúa.

Otros cuerpos de seguridad actúan en relación al orden interno, dependiendo directamente de carteras políticas como el ministerio del interior. Pero, por su carácter de fuerza pública, ante los ojos de la población aparecen como fuerzas militares.

En la revolución, si el pueblo decide cambiar el tipo de estado y se obstruye ese cambio, si se han agotado todos los recursos civiles, es obligación del ejército cumplir con esa voluntad de cambio desplazando a la facción instalada, ya ilegalmente, en el poder. Esa intervención militar tendría por objetivo devolver al pueblo su soberanía arrebatada, y sería distinto del golpe militar que rompe la legalidad establecida por mandato popular.

Novena carta
Derechos humanos. Los gobiernos manejan hipócritamente los derechos humanos. Incluso cuando se interviene en terceros países por evidentes razones humanitarias, se sientan precedentes que justifican nuevas acciones sin razones ni tan humanitarias ni tan evidentes. Como consecuencia del proceso de mundialización, Naciones Unidas está desempeñando un creciente rol militar. Y se compromete la soberanía y autodeterminación de los pueblos con la manipulación de los conceptos de paz y de solidaridad internacional.

En el artículo 22 de la Declaración de Derechos Humanos se hace una salvedad en relación con la organización y recursos de cada estado y la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales del individuo. O sea, que derechos humanos, vale, pero sólo cuando sea posible.

Hoy en día hay una nueva tesis: frente a la idea de un ser humano universal con los mismos derechos, se considera que éstos son sólo un punto de vista de Occidente, con una validez universal que no se justifica. Por ejemplo, en el caso del matrimonio o de la familia, que no es igual para todos los seres humanos.

Finalmente, los derechos humanos no tienen la vigencia universal que sería deseable porque no dependen del poder universal del ser humano, sino del poder de una parte sobre el todo. Hoy en día, se consideran simples aspiraciones. La lucha por la plena vigencia de los derechos humanos lleva necesariamente al cuestionamiento de los poderes actuales, orientando la acción hacia su sustitución por los poderes de una nueva sociedad humana.

Décima carta
Los esquemas políticos y económicos están en crisis. Pero ante ello está la capacidad constructiva del ser humano para transformar las relaciones económicas y modificar las instituciones. Los límites de la desestructuración política llegarán hasta la base social y el individuo. Los límites de la desestructuración no están dados por los nuevos países emancipados o las autonomías liberadas de un poder central, y tampoco por regiones económicas organizadas sobre la base de la contigüidad geográfica. Los límites mínimos llegan al individuo, y los máximos a la comunidad mundial.

Hay tres campos en la desestructuración: el político, el religioso y el generacional.

Los partidos se alternan en el poder, y tendencias supuestamente opuestas podrán sucederse sin modificar el proceso desestructurador que también les afectará a ellas. Asistiremos a un sincretismo general en el que los perfiles ideológicos quedarán cada día más borrosos. Pero la disconformidad social se hará sentir crecientemente, y puede llegar a aparecer el neo irracionalismo, que puede asumir formas de intolerancia como bandera. Y si el poder central quiere asfixiar los reclamos independentistas, las posiciones tenderán a radicalizarse arrastrando a las agrupaciones políticas a su propia esfera.

Los políticos también tendrán que hacerse eco de la radicalización de las religiones tradicionales. Incluso los políticos ajenos al tema religioso comienzan a tomar partido en esta caza de brujas, porque se dan cuenta de la popularidad masiva que empiezan a tener las expresiones de fe de trasfondo revolucionarista.

A la juventud se le atribuyen peligrosas tendencias hacia la droga, la violencia y la incomunicación. Los dirigentes insisten en ignorar las raíces de estos problemas y no están en condiciones de dar respuestas adecuadas. La dialéctica generacional, motor de la historia, ha quedado atascada y se ha abierto un peligroso abismo entre dos mundos. Y el diálogo no se restablecerá sembrando la desconfianza entre los jóvenes.

El mundo se disuelve trágicamente, pero también nace una nueva civilización. Se desintegra un tipo de mentalidad colectiva al tiempo que emerge una nueva forma de concentizar el mundo, una sensibilidad que capta el mundo como una globalidad y que advierte que las dificultades de las personas en cualquier lugar terminan implicando a otras aunque se encuentren a mucha distancia.

Hemos de comprender cómo priorizar los conflictos en los lugares en que cada uno desarrolla su vida cotidiana y saber cómo organizar frentes de acción adecuados en base a dichos conflictos.

En términos espaciales, la unidad mínima de acción es el vecindario, en el que se percibe todo conflicto aunque sus raíces estén muy distantes. La preocupación política debe ser priorizar ese vecindario antes que el municipio, el condado, la provincia, la autonomía o el país.

Cuando las unidades municipales pongan en marcha un plan humanista de acción municipal y ese municipio organice su democracia real, el “efecto demostración” se hará sentir mucho más allá de esos límites. Se trata de mostrar en la práctica que está funcionando un nuevo sistema.
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