El siglo XVI se caracteriza tanto por la subsistencia de una concepción contractual de la autoridad como por el lento triunfo de una idea absolutista del estado, el soberano siguió siendo considerado legítimo en tanto que respetaba las exigencias fundamentales y tradicionales, como la de defender la fe y su propio dominio y salvaguardar las posibles prerrogativas de los distintos miembros del cuerpo social y sus delegaciones.
La exigencia de la política exterior y la acción militar hicieron necesaria una acción centralizada de los asuntos públicos. A excepción de los Países Bajos e Inglaterra, todo el mundo se sentía mucho más vinculado a la fidelidad hacia el príncipe natural que al valor todavía incierto de , se admitía que era necesario obedecer al rey, aun cuando su comportamiento pareciera tiránico: oponerle resistencia era casi un sacrilegio.
La evolución de los distintos organismos europeos fue lenta para que su estructura empezase a emerger y se llegase al verdadero absolutismo. Este proceso es una de las características de la Edad Moderna.
Durante el siglo XV, apareció en Francia una constelación de prestigiosos tribunales de justicia que se convirtió en bastión de la presencia y jurisdicción monárquicas: los Parlamentos. El primero fue el de París, que hacia 1360 adquirió autonomía separándose del Consejo del Rey, Tolosa en 1420, los del Delfinado —en Grenoble en 1476—, de Guyena — en Burdeos en 1462—, de Borgoña —en Dijón en 1476— y de Normandía —en Ruán en 1515—. El derecho consuetudinario francés fue codificado en 1454. La monarquía aumentó su dominio sobre el país , aunque los gobernadores fueran todavía grandes feudatarios. Los Estados Generales fueron perdiendo su función al no ser convocados y los representantes de las clases sociales se reunieron con mayor frecuencia en los provinciales.
Desde principios del siglo XIV, la monarquía francesa estaba regida por leyes fundamentales, que se reducía a la ley sálica —excluía del trono a las mujeres— y a la imposibilidad de enajenar el patrimonio territorial el estado y renunciar a la propia soberanía. A lo largo de la segunda mitad del XV, el rey pudo dominar cada ves mejor el Grand Conseil —administrador supremo de justicia—. Francisco I constituyó un consejo más restringido —Conseil des Affaires—. Simultáneamente , con Enrique VIII, Thomas Cromwell creaba en Inglaterra el Privy Council.
En el terreno financiero, en Francia surgieron circunscripciones locales llamadas “élections” que se agrupaban en “généralités”, grupos de consejeros generales (cinco o seis). Había ido aceptando un sistema fiscal, bajo la presión de las necesidades impuestas por la Guerra de los Cien Años, que se basaba en el monopolio de la sal (gabela), el impuesto directo (talla) y el subsidio (aide) a los que se añadieron los derechos de aduanas y los diezmos eclesiásticos. Estos impuestos, desde 1451, el rey los exigió de manera autoritaria, que tenía en la talla su mayor fuente de ingresos, fijados por ordenanza y se cobraba parroquia a parroquia. No era un sistema equitativo al estar exentos los nobles, el clero y los altos funcionarios, también lo estaban algunos pueblos, distritos y ciudades, en la práctica estaba reservado a las clases medias e inferiores. Hacia la mitad del siglo XVI, la monarquía perfeccionó sus sistema de control atribuyéndose la supervisión de las finanzas urbanas (1555) y confiando a sus propios funcionarios la jurisdicción civil de las ciudades (1567).
En el terreno eclesiástico, el Concordato de Amboise (1461) si bien reservaba al Papa la potestad de conceder los beneficios más importantes, subordinaba esta concesión al beneplácito del rey. Más tarde, el concordato de 1516 entre Francisco I y León X confirió al soberano el derecho de nombrar alrededor de seiscientos cargos eclesiásticos de mayor relieve.
La situación de España resultó bastante distinta. La unión de las coronas aragonesa y castellana, sobrevino relativamente tarde y hasta el final del XVII las autonomías de las regiones mediterráneas se opusieron con éxito al centralismo. En Cataluña, la Generalitat, asumió prerrogativas judiciales y militares. En Aragón, las Cortes eran más potentes y estructuradas que en Castilla. Los derechos de cada eran celosamente defendidos frente al intrusismo real. En el seno de las propias Cortes aragonesas, los representantes catalanes formaban un grupo aparte, como un estado dentro del estado. En Castilla, las Cortes se reunían menos regularmente y el soberano podía designar directamente a algunos miembros. Tras la unión, las Cortes tuvieron una consideración todavía menor, Isabel y Fernando no las convocaron entre 1483 y 1497.
A fin del siglo XIV, la Hermandad entre las ciudades castellanes dejo de constituir oposición al poder monárquico. En cuanto a la Mesta, sus funcionarios eran asimilables a funcionarios reales. Los más perjudicados eran los campesinos, el soberano no conseguía salvaguardarlos de la explotación de los nobles.
La monarquía, aunque no pudo eliminarla en Cataluña, Aragón y Valencia, redujo casi del todo la autonomía de las ciudades de Castilla, que con las contribuciones que éstas votaban en las Cortes mantuvo el núcleo de un ejército permanente. La disolución de las autonomías municipales en Castilla fue casi total tras la represión de la revuelta de los comuneros (1520-1521), donde las ciudades se sublevaron contra la pretensión de instaurar en ellas a corregidores como supervisores administrativos y contra la exigencia real de que a sus delegados en las Cortes se les otorgasen plenos poderes para aprobar las contribuciones fiscales. Las ciudades reclamaban el derecho de nombrar a sus propios funcionarios y reunirse en las Cortes cuando lo creyesen oportuno. Los representantes de Carlos V cedieron ante la nobleza y recibieron a cambio el apoyo armado que derrotaron a los comuneros fácilmente en abril de 1521. Más tarde, cuando Carlos V trató de poner un impuesto a los nobles, éstos se negaron a aceptarlo (1538) y el monarca se abstuvo de convocar a la nobleza a las Cortes de Castilla, aunque siguieron fieles al soberano y éste les reservó gran parte de los cargos administrativos y eclesiásticos.
Según Philippe de Commynes, historiador y cronista francés (1447-1511), los reyes, como jefes de sus estados, eran siempre los responsables de sus errores porque les era posible seguir los dictados de la inteligencia política. No todos los príncipes eran tan frios y calculadores como Filippo Maria Visconti o Francesco Sforza en Italia, Luis XI en Francia y Fernando el Católico en España, pero el remedio a sus eventuales insuficiencias se había encontrado y se practicaba cada vez más: consistía en rodearse de hábiles ministros y de fieles consejeros que a su vez se valían de un cuerpo de funcionarios.
En los estados europeos no existía un gobierno como el sentido actual, no había ministros con competencias muy específicas y sectoriales, salvo en el terreno financiero, eran colaboradores laicos que desempeñaban diversas funciones o bien parientes consanguíneos que asistían al monarca o incluso altos dignatarios eclesiásticos de alto prestigio.
A medida que se iban organizando y articulando los consejos reales, se perfilaba una lucha entre los que pretendían pertenecer a él por su rango y los que procedían de una clase más modesta, la burguesía. La figura del canciller dominó en los siglo XIV y XV y los secretarios se impusieron en el XVI en grandes monarquías como la inglesa y la francesa. El secretario de Enrique VIII, Thomas Cromwell se convirtió en la persona más importante del estado en 1533 cuando sustituyó al cardenal Wolsey. En Francia , los secretarios del rey pasaron a formar parte de su consejo a partir de 1547. Desempeñaban la función de embajadores, de pronunciar discursos elocuentes y redactor documentos oficiales y de utilizar en beneficio del rey sus conocimientos de derecho y administración. El derecho romano ejerció un función cada vez más notable en la afirmación de la soberanía imperial.
No faltaron contrastes y resistencias, en los Estados de Carlos el Temerario y en el Imperio Germánico los esfuerzos centralizadores que tendían a aplicar normas más uniformes provocaron revueltas en las poblaciones apegadas a sus costumbres más ancestrales y a su antigua . En suelo inglés el derecho consuetudinario no fue nunca suprimido , salvo en los tribunales militares y eclesiásticos, mientras en cuestiones matrimoniales y testamentarias estaba en vigor el derecho canónico, fue el Parlamento el paladín del derecho consuetudinario para establecer un contrapeso al poder monárquico.
Un hecho estaba surgiendo con claridad: el príncipe y su corte constituían la suprema instancia decisoria, que se iba potenciando cada vez más . la teoría del derecho divino de los reyes se formuló y se sostuvo hacia finales del siglo XVI. La autoridad real se impuso como autoridad laica en conflicto con el papado o aprovechando las debilidades de la Iglesia.
Lo que contribuyó a aumentar la autoridad del príncipe fue la asignación de los distintos cargos y funciones públicos. Fue un proceso lento pero irreversible que llegó a su plena madurez a finales del siglo XVII, con el triunfo del absolutismo.
El instrumento de la vasta acción monárquica era ya la burocracia, los funcionarios constituyeron una categoría muy emprendedora y activa, cada uno estaba directamente interesado en su cometido, la remuneración era, a menudo, un factor totalmente secundario, porque no estaba garantizada de modo regular o no constituía el atractivo principal del cargo desempeñado. Mientras en Inglaterra varios cargos siguieron siendo honoríficos, en Francia se practicó la elección de los funcionarios (recaudadores y miembros del Parlamento).
El estado se asemejaba a una empresa de gestión pública, que se estaba montando y cuyos beneficios eran cada vez mayores, muchos acudieron a servir al soberano para invertir del mejor modo posible su prestigio, sus energías y su saber. El más alto de los objetivos sociales seguía siendo el de la nobleza. Un cargo público además de para obtener ganancias era el mejor medio para acrecentar la propia influencia, por lo menos a nivel local y satisfacer las ambiciones sociales.
Al irse formando la administración central de los estados se dio vida a un conjunto enmarañado y confuso de competencias. La distinción entre dominio privado del príncipe y patrimonio nacional era casi inexistente al principio, se fue precisando con extrema lentitud. Faltaba también el debido acoplamiento entre los poderes locales y centrales. La incoherencia de las situaciones se veía favorecida por la vía simultánea de sistemas jurídicos diversos, como el derecho romano, el canónico y el consuetudinario, de éstos resultó el incremento de la fortuna de las profesiones jurídicas ya que sus profesionales eran los únicos capaces de orientarse entre el laberinto de normas y trámites reglamentarios. Los cargos más elevados no fueron nunca vendidos y siguieron dependiendo siempre de la concesión soberana, su disponibilidad equivalía a la posibilidad de un gobierno efectivo y se reveló como una de las vías maestras del absolutismo. Era un fenómeno corriente que el soberano tuviese en cuenta solamente sus preferencias personales o recompensar algún servicio. No existía estabilidad en el ejercicio de los cargos más elevados: la muerte del soberano podía comportar su pérdida, aunque en el siglo XVI existieron, en la monarquías europeas, auténticas dinastías de funcionarios.
La continuidad era casi la regla en las administraciones ciudadanas y provinciales, donde los cargos públicos se convirtieron en monopolio de una especie de aristocracia que veló tenazmente para retenerlos. Los señoríos y principados de la Italia centroseptentrional constituyeron los prototipos de un género de poder político: el de un príncipe que era aceptado no solo por su legitimidad, sino porque aseguraba la función soberana por encima de sus propios intereses. En ciudades republicanas como Venecia, Florencia y Génova se ejerció cada vez más como señorío; estos señoríos no tenían que rendir cuentas a los ciudadanos, sino a un grupo restringido de ellos que detentaban el poder efectivo y que era el mismo estado.. la conciencia progresiva de la razón de estado iba ligada a un concurso de situaciones y a una maduración de las conciencias y una nueva dimensión de la mentalidad. El príncipe europeo quedaba como revestido de nuevas vestiduras, laicas y civiles, casi sagradas. Su acción se presentaba como trascendente y justificaba todos sus actos poniéndolos en un plano inatacable en sí mismo y por sí mismo. Los asuntos de estado escapaban al común de los mortales, se trataba de una esfera totalmente humana pero autónoma, que tenía cierto sabor a divino y era superior a la misma religión.
La exigencia de la política exterior y la acción militar hicieron necesaria una acción centralizada de los asuntos públicos. A excepción de los Países Bajos e Inglaterra, todo el mundo se sentía mucho más vinculado a la fidelidad hacia el príncipe natural que al valor todavía incierto de , se admitía que era necesario obedecer al rey, aun cuando su comportamiento pareciera tiránico: oponerle resistencia era casi un sacrilegio.
La evolución de los distintos organismos europeos fue lenta para que su estructura empezase a emerger y se llegase al verdadero absolutismo. Este proceso es una de las características de la Edad Moderna.
Durante el siglo XV, apareció en Francia una constelación de prestigiosos tribunales de justicia que se convirtió en bastión de la presencia y jurisdicción monárquicas: los Parlamentos. El primero fue el de París, que hacia 1360 adquirió autonomía separándose del Consejo del Rey, Tolosa en 1420, los del Delfinado —en Grenoble en 1476—, de Guyena — en Burdeos en 1462—, de Borgoña —en Dijón en 1476— y de Normandía —en Ruán en 1515—. El derecho consuetudinario francés fue codificado en 1454. La monarquía aumentó su dominio sobre el país , aunque los gobernadores fueran todavía grandes feudatarios. Los Estados Generales fueron perdiendo su función al no ser convocados y los representantes de las clases sociales se reunieron con mayor frecuencia en los provinciales.
Desde principios del siglo XIV, la monarquía francesa estaba regida por leyes fundamentales, que se reducía a la ley sálica —excluía del trono a las mujeres— y a la imposibilidad de enajenar el patrimonio territorial el estado y renunciar a la propia soberanía. A lo largo de la segunda mitad del XV, el rey pudo dominar cada ves mejor el Grand Conseil —administrador supremo de justicia—. Francisco I constituyó un consejo más restringido —Conseil des Affaires—. Simultáneamente , con Enrique VIII, Thomas Cromwell creaba en Inglaterra el Privy Council.
En el terreno financiero, en Francia surgieron circunscripciones locales llamadas “élections” que se agrupaban en “généralités”, grupos de consejeros generales (cinco o seis). Había ido aceptando un sistema fiscal, bajo la presión de las necesidades impuestas por la Guerra de los Cien Años, que se basaba en el monopolio de la sal (gabela), el impuesto directo (talla) y el subsidio (aide) a los que se añadieron los derechos de aduanas y los diezmos eclesiásticos. Estos impuestos, desde 1451, el rey los exigió de manera autoritaria, que tenía en la talla su mayor fuente de ingresos, fijados por ordenanza y se cobraba parroquia a parroquia. No era un sistema equitativo al estar exentos los nobles, el clero y los altos funcionarios, también lo estaban algunos pueblos, distritos y ciudades, en la práctica estaba reservado a las clases medias e inferiores. Hacia la mitad del siglo XVI, la monarquía perfeccionó sus sistema de control atribuyéndose la supervisión de las finanzas urbanas (1555) y confiando a sus propios funcionarios la jurisdicción civil de las ciudades (1567).
En el terreno eclesiástico, el Concordato de Amboise (1461) si bien reservaba al Papa la potestad de conceder los beneficios más importantes, subordinaba esta concesión al beneplácito del rey. Más tarde, el concordato de 1516 entre Francisco I y León X confirió al soberano el derecho de nombrar alrededor de seiscientos cargos eclesiásticos de mayor relieve.
La situación de España resultó bastante distinta. La unión de las coronas aragonesa y castellana, sobrevino relativamente tarde y hasta el final del XVII las autonomías de las regiones mediterráneas se opusieron con éxito al centralismo. En Cataluña, la Generalitat, asumió prerrogativas judiciales y militares. En Aragón, las Cortes eran más potentes y estructuradas que en Castilla. Los derechos de cada eran celosamente defendidos frente al intrusismo real. En el seno de las propias Cortes aragonesas, los representantes catalanes formaban un grupo aparte, como un estado dentro del estado. En Castilla, las Cortes se reunían menos regularmente y el soberano podía designar directamente a algunos miembros. Tras la unión, las Cortes tuvieron una consideración todavía menor, Isabel y Fernando no las convocaron entre 1483 y 1497.
A fin del siglo XIV, la Hermandad entre las ciudades castellanes dejo de constituir oposición al poder monárquico. En cuanto a la Mesta, sus funcionarios eran asimilables a funcionarios reales. Los más perjudicados eran los campesinos, el soberano no conseguía salvaguardarlos de la explotación de los nobles.
La monarquía, aunque no pudo eliminarla en Cataluña, Aragón y Valencia, redujo casi del todo la autonomía de las ciudades de Castilla, que con las contribuciones que éstas votaban en las Cortes mantuvo el núcleo de un ejército permanente. La disolución de las autonomías municipales en Castilla fue casi total tras la represión de la revuelta de los comuneros (1520-1521), donde las ciudades se sublevaron contra la pretensión de instaurar en ellas a corregidores como supervisores administrativos y contra la exigencia real de que a sus delegados en las Cortes se les otorgasen plenos poderes para aprobar las contribuciones fiscales. Las ciudades reclamaban el derecho de nombrar a sus propios funcionarios y reunirse en las Cortes cuando lo creyesen oportuno. Los representantes de Carlos V cedieron ante la nobleza y recibieron a cambio el apoyo armado que derrotaron a los comuneros fácilmente en abril de 1521. Más tarde, cuando Carlos V trató de poner un impuesto a los nobles, éstos se negaron a aceptarlo (1538) y el monarca se abstuvo de convocar a la nobleza a las Cortes de Castilla, aunque siguieron fieles al soberano y éste les reservó gran parte de los cargos administrativos y eclesiásticos.
Según Philippe de Commynes, historiador y cronista francés (1447-1511), los reyes, como jefes de sus estados, eran siempre los responsables de sus errores porque les era posible seguir los dictados de la inteligencia política. No todos los príncipes eran tan frios y calculadores como Filippo Maria Visconti o Francesco Sforza en Italia, Luis XI en Francia y Fernando el Católico en España, pero el remedio a sus eventuales insuficiencias se había encontrado y se practicaba cada vez más: consistía en rodearse de hábiles ministros y de fieles consejeros que a su vez se valían de un cuerpo de funcionarios.
En los estados europeos no existía un gobierno como el sentido actual, no había ministros con competencias muy específicas y sectoriales, salvo en el terreno financiero, eran colaboradores laicos que desempeñaban diversas funciones o bien parientes consanguíneos que asistían al monarca o incluso altos dignatarios eclesiásticos de alto prestigio.
A medida que se iban organizando y articulando los consejos reales, se perfilaba una lucha entre los que pretendían pertenecer a él por su rango y los que procedían de una clase más modesta, la burguesía. La figura del canciller dominó en los siglo XIV y XV y los secretarios se impusieron en el XVI en grandes monarquías como la inglesa y la francesa. El secretario de Enrique VIII, Thomas Cromwell se convirtió en la persona más importante del estado en 1533 cuando sustituyó al cardenal Wolsey. En Francia , los secretarios del rey pasaron a formar parte de su consejo a partir de 1547. Desempeñaban la función de embajadores, de pronunciar discursos elocuentes y redactor documentos oficiales y de utilizar en beneficio del rey sus conocimientos de derecho y administración. El derecho romano ejerció un función cada vez más notable en la afirmación de la soberanía imperial.
No faltaron contrastes y resistencias, en los Estados de Carlos el Temerario y en el Imperio Germánico los esfuerzos centralizadores que tendían a aplicar normas más uniformes provocaron revueltas en las poblaciones apegadas a sus costumbres más ancestrales y a su antigua . En suelo inglés el derecho consuetudinario no fue nunca suprimido , salvo en los tribunales militares y eclesiásticos, mientras en cuestiones matrimoniales y testamentarias estaba en vigor el derecho canónico, fue el Parlamento el paladín del derecho consuetudinario para establecer un contrapeso al poder monárquico.
Un hecho estaba surgiendo con claridad: el príncipe y su corte constituían la suprema instancia decisoria, que se iba potenciando cada vez más . la teoría del derecho divino de los reyes se formuló y se sostuvo hacia finales del siglo XVI. La autoridad real se impuso como autoridad laica en conflicto con el papado o aprovechando las debilidades de la Iglesia.
Lo que contribuyó a aumentar la autoridad del príncipe fue la asignación de los distintos cargos y funciones públicos. Fue un proceso lento pero irreversible que llegó a su plena madurez a finales del siglo XVII, con el triunfo del absolutismo.
El instrumento de la vasta acción monárquica era ya la burocracia, los funcionarios constituyeron una categoría muy emprendedora y activa, cada uno estaba directamente interesado en su cometido, la remuneración era, a menudo, un factor totalmente secundario, porque no estaba garantizada de modo regular o no constituía el atractivo principal del cargo desempeñado. Mientras en Inglaterra varios cargos siguieron siendo honoríficos, en Francia se practicó la elección de los funcionarios (recaudadores y miembros del Parlamento).
El estado se asemejaba a una empresa de gestión pública, que se estaba montando y cuyos beneficios eran cada vez mayores, muchos acudieron a servir al soberano para invertir del mejor modo posible su prestigio, sus energías y su saber. El más alto de los objetivos sociales seguía siendo el de la nobleza. Un cargo público además de para obtener ganancias era el mejor medio para acrecentar la propia influencia, por lo menos a nivel local y satisfacer las ambiciones sociales.
Al irse formando la administración central de los estados se dio vida a un conjunto enmarañado y confuso de competencias. La distinción entre dominio privado del príncipe y patrimonio nacional era casi inexistente al principio, se fue precisando con extrema lentitud. Faltaba también el debido acoplamiento entre los poderes locales y centrales. La incoherencia de las situaciones se veía favorecida por la vía simultánea de sistemas jurídicos diversos, como el derecho romano, el canónico y el consuetudinario, de éstos resultó el incremento de la fortuna de las profesiones jurídicas ya que sus profesionales eran los únicos capaces de orientarse entre el laberinto de normas y trámites reglamentarios. Los cargos más elevados no fueron nunca vendidos y siguieron dependiendo siempre de la concesión soberana, su disponibilidad equivalía a la posibilidad de un gobierno efectivo y se reveló como una de las vías maestras del absolutismo. Era un fenómeno corriente que el soberano tuviese en cuenta solamente sus preferencias personales o recompensar algún servicio. No existía estabilidad en el ejercicio de los cargos más elevados: la muerte del soberano podía comportar su pérdida, aunque en el siglo XVI existieron, en la monarquías europeas, auténticas dinastías de funcionarios.
La continuidad era casi la regla en las administraciones ciudadanas y provinciales, donde los cargos públicos se convirtieron en monopolio de una especie de aristocracia que veló tenazmente para retenerlos. Los señoríos y principados de la Italia centroseptentrional constituyeron los prototipos de un género de poder político: el de un príncipe que era aceptado no solo por su legitimidad, sino porque aseguraba la función soberana por encima de sus propios intereses. En ciudades republicanas como Venecia, Florencia y Génova se ejerció cada vez más como señorío; estos señoríos no tenían que rendir cuentas a los ciudadanos, sino a un grupo restringido de ellos que detentaban el poder efectivo y que era el mismo estado.. la conciencia progresiva de la razón de estado iba ligada a un concurso de situaciones y a una maduración de las conciencias y una nueva dimensión de la mentalidad. El príncipe europeo quedaba como revestido de nuevas vestiduras, laicas y civiles, casi sagradas. Su acción se presentaba como trascendente y justificaba todos sus actos poniéndolos en un plano inatacable en sí mismo y por sí mismo. Los asuntos de estado escapaban al común de los mortales, se trataba de una esfera totalmente humana pero autónoma, que tenía cierto sabor a divino y era superior a la misma religión.
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