La Pedagogía
Uno de los problemas que la Ilustración consideró central fue el de la formación pedagógica, sobre todo porque se sostuvo que los hombres tenían que ser educados racionalmente. Se ha manifestado que esta perspectiva —aunque condujo a uno de los resultados más innovadores de los que se vanaglorió el mundo moderno: la enseñanza pública y obligatoria— tuvo efectos negativos en el patrimonio de las tradiciones y en las culturas populares. En el transcurso del siglo XVIII, el interés por la enseñanza aumentó ciertamente, pero todavía con mucha lentitud. Persistió una amplia hostilidad a los proyectos de secularización en masa, ya que muchos temieron que por la vía maestra de la educación se podía llegar a «ilustrar» a los estratos sociales considerados inferiores. Hubo un verdadero conflicto interno, por un lado, debilitado el papel de la religión, se pensaba que una enseñanza laica la podía sustituir, por otro, los mismos laicos fueron ampliamente condicionados por una visión jerárquica de la sociedad y, por lo tanto, de los límites en que se la debía educar según las clases sociales.
El objetivo de la Ilustración pudo parecer el de formar ciudadanos preocupados por el bienestar, además de sensibles a la obediencia debida al estado y al patriotismo. Toda materia de enseñanza tenía que ser presentada de un modo que pudiera ejercer una influencia moral. Las nuevas escuelas enseñarían así a vivir mejor y contribuirían al progreso de la sociedad. Muy pocos creyeron que virtud, talento o genio podrían encontrarse a menudo entre trabajadores o campesinos. Por esto diversos planes educativos previeron que los hijos del pueblo sencillo tenían que limitarse a la enseñanza secundaria. Los fisiócratas fueron los primeros que invocaron una profusa educación popular, laica y controlada por el estado, considerando incluso que era indispensable para los campesinos cierto grado de alfabetización.
En conjunto las estructuras pedagógicas siguieron pareciéndose en toda Europa a las del pasado. El interés se concentró en una educación de tipo especializado y de elite, para la formación de cuadros competentes. Se pueden distinguir dos etapas en la actitud de los «filósofos», en principio sus escritos traslucían la desestima y el desprecio por el pueblo, rudo e incapaz de razonar, a continuación se dieron cuenta que las condiciones del cuerpo social dependía precisamente del pueblo y, por lo tanto, no se podía seguir descuidándolo, con lo que se convirtió como objetivo el descubrir las capacidades ocultas de la gente común.
Muchos temían que la enseñanza para todos provocase la disminución de la mano de obra y acrecentase la insatisfacción de las masas. Fue a partir de 1760 cuando empezaron a promoverse planes para la educación popular y considerarla como un deber del estado: algunos déspotas ilustrados compartieron este parecer. La enseñanza pública se convirtió en un objetivo primario, lo que significaría el fin del monopolio pedagógico ejercido por los jesuitas, la comercialización de la agricultura y el inicio de la industrialización. Así, a través de una enseñanza pública, universal y gratuita, el estado lograría limar las desigualdades sociales creando una paridad casi perfecta entre los ciudadanos.
La Educación
Se ha observado que las reformas efectuadas en el siglo XVIII no alcanzaron una incidencia notable en los niveles populares de alfabetización o de escolarización.
Hubo progresos pero que no resultaron regulares ni constantes, la escuela ejerció aún un papel totalmente subalterno. La Biblia siguió siendo el principal libro de texto y la cultura oral cubría la mayor parte de las necesidades. Además la vida de los instruidos no era muy diferente de la de los indoctos, y el acceso a las distintas ocupaciones tuvo escasa relación con la trayectoria pedagógica, a excepción de determinadas carreras.
Estas consideraciones representan la otra cara de la moneda de la cultura de la Ilustración y muestran hasta qué punto ésta siguió siendo un fenómeno de elite. Recorriendo el panorama ofrecido por la educación en los distintos países europeos, vemos: en el área germánica los cambios que se produjeron fueron escasos; el trabajo continuó representando una constante en la vida de los niños de ambos sexos, incluso en los centros urbanos alemanes, los niños frecuentaron las escuelas de modo irregular. Hay que indicar que en esa zona se pensó precozmente en la formación de los maestros, se creó un primer instituto con este objetivo en Gotha desde 1698 al que siguieron otros, integrados por preceptores laicos, siguieron siendo relevantes los grupos de sacerdotes que enseñaban.
En Prusia, fue Federico Guillermo I el que inició en 1713 la reforma de la enseñanza y decretó, en 1717, la obligatoriedad de la asistencia a clase desde los cinco hasta los doce años, en este sentido siguieron Sajonia en 1722 y Baviera en 1802, aunque en ninguna zona las obligaciones escolares fueron respetadas con escrupulosa exactitud. En Prusia la oposición de la nobleza y la resistencia de las clases sociales inferiores se unieron a los bajos salarios y a la penuria de los profesores. Los institutos procuraban garantizar una educación clásica y una sólida formación religiosa y a nivel elemental la Biblia y el catecismo constituían los principales libros de lectura.
En Austria destacó la figura del abate Ignaz Felbinger (? 1788), que bajo el reinado de María Teresa y de José II promovió un sistema escolar elemental de tipo moderno. Vieron en la enseñanza un instrumento para crear súbditos útiles y obedientes y como una función que pertenecía al estado. Estatales, aunque administradas por la Iglesia, fueron las escuelas públicas de Baden que concentraron en su programa de estudio en el catecismo luterano y en las tablas pitagóricas. Los maestros aceptaron ser pagados en especies, productos naturales, parcelas y utillaje agrícola. En la segunda mitad del siglo, en Baden los hombres alfabetizados eran un 80 % y de mujeres un 40 %..
En Italia, las energías se concentraron en las universidades y en algunas escuelas para oficiales y funcionarios en perjuicio de la educación popular. La educación se difundió en centros como Milán, Florencia y Nápoles. Los campesinos y los pobres creían poco en la función de educar a sus hijos. En el Milanesado y la Toscana la educación progresó gracias a la disponibilidad de los religiosos, en Nápoles todo esfuerzo fue inútil ante la hostilidad de la jerarquía eclesiástica conservadora. En el Piamonte se creó un sistema escolar secundario que excluía a los jesuitas.
En España, la alfabetización masculina pasó del 46 % al 92 % entre el siglo XVI y fines del XVIII, mientras que la de las mujeres ascendió del 4 al 14 %. En Francia, el progreso en este ámbito fue más acentuado en la primera mitad del XVIII que en la segunda mitad. Con todo los niveles de la alfabetización femenina crecieron más que la masculina, gracias a las “petites écoles”, tanto municipales como clericales. Respecto a las parejas casadas de las clases populares, el grado de alfabetización pasó del 21 % en 1690 al 37 % en 1790. El factor que incidió en mayor grado en la andadura de la educación en Francia fue el rango social y la clase a que se pertenecía. El nivel de la educación fue claramente superior en las ciudades, donde los padres acomodados podían enviar a sus hijos a las escuelas subvencionadas públicamente. Mientras que los libros y estructuras escolares eran muy insuficientes o inadecuados, lo catecismos constituían el pan cotidiano de la educación. Con todo, las situaciones eran bastante dispares, incluso entre las mayores ciudades: en Marsella, por ejemplo, el promedio de alfabetización de los trabajadores pasó del 28 % en 1710 al 85 % en 1785.
En Inglaterra, una cultura burguesa vinculada al consumo de diarios y otras publicaciones surgió a partir de los últimos años del siglo XVII, mientras que una buena educación fue asumida como una forma de discriminación entre una clase social avanzada y los grupos claramente retrasados, la pequeña burguesía comercial y también algunos artesanos se mostraron deseosos de acceder a ella. Bernardo de Mandeville (? 1723) sostenía aún que era necesario dejar en la ignorancia a varios sectores con el fin de aprovecharlos como fuerza de trabajo. No se llegó a realizar ningún proyecto de escuela subvencionada por el estado, pública y gratuita. En Escocia, gracias a la revuelta calvinista, se pusieron las bases de un sistema de escolarización obligatoria. En Inglaterra, los miembros de la clase media sabían todos virtualmente leer y escribir, a ello contribuyeron las exigencias y los progresos de la economía. La difusión de los textos religiosos siguió siendo notable y aunque los sentimientos de la Ilustración produjeron algunos progresos, en conjunto manifestaron una eficacia inferior a la manifestada en otras partes.
En las Provincia Unidas, fueron las motivaciones religiosas las que estimularon el crecimiento de las estructuras escolares de un modo más acentuado que en los Países Bajos meridionales. En Suecia, la alfabetización de la gente común constituía también un aspecto de la práctica pastoral, no sólo la influencia de la Ilustración fue marginal sino que la nobleza se opuso incluso a la introducción de las reformas pedagógicas.
En las colonias inglesas de América, más concretamente en Nueva Inglaterra, los agricultores estaban alfabetizados al 55 % en 1660 y llegaron al 80 % un siglo más tarde. En Virginia y Pensilvania, la mitad de los miembros masculinos de la burguesía media y de las clases trabajadoras no estaba alfabetizada a finales del siglo XVIII.
Las «Luces»
De un modo casi paradójico, y a pesar de la presencia de grandes pensadores como David Hume ( ?1776), su mejor representante para buena parte del siglo XVIII ya no fue Inglaterra. Si se quiere encontrar de nuevo en suelo británico un nuevo fervor en sentido democrático, es necesario esperar a los años de la insurrección de las colonias de Norteamérica. Se desarrolló entonces un movimiento que tendía a ensalzar el nuevo sistema de gobierno republicano y federal de Estados Unidos.
Más notable resulta la Ilustración alemana, aunque no tuviera allí una auténtica capital. Aquí se puede poner de relieve la disminución del fervor religioso y un fenómeno de aproximación de los representantes del pensamiento confesional a la sensibilidad ilustrada. Las prácticas devotas sufrieron un retroceso claro, se intentó renovarlas introduciendo reuniones «ilustradas» con cantos litúrgicos en lugar de los himnos tradicionales. Las «luces» se introdujeron en territorio alemán tanto en los ambientes católicos como en los protestantes. Posición bastante radical fue la del eclesiástico J. F. Jerusalem (? 1789), tras haber abandonado el dogma del pecado original y de la Redención, llegó a sostener que el género humano se educaba progresivamente hasta convertirse en imagen de Dios, al fin abandonó también la creencia de la trinidad, puesto que vio en Cristo sólo un mensajero divino. Para Gotthilf Samuel Steinbart (? 1800) era posible llegar a la felicidad a través de las religiones más diversas: el valor del cristianismo residía en el sostén que proporcionaba la moralidad natural. En resumen, según Bahrdt, Jesús se comportó como un ilustrado: aprovechando la fe del pueblo produjo con sutiles estratagemas la ilusión de milagros. Se llegaba en Alemania al anticlericalismo, siendo el clero a los ojos de Bahrdt el responsable de que la religión fuera sofocada por la superstición y el fanatismo. A su parecer, las comunidades religiosas y las iglesias eran superfluas, por cuanto se basaban en el engaño y el la explotación del pueblo. A su lado, el párroco berlinés J. H. Schulz (? 1824) renegó de todo tipo de confesión y de fe, mientras que para la escuela luterana era necesario despojar el cristianismo de los dogmas y poner en primer plano los deberes morales.
Opuesto al caso alemán que salió poco de su país, fue el caso de los pensadores franceses. Durante el siglo XVIII se asistió a un fenómeno de afrancesamiento, ante todo lingüístico, de Europa y cuya cumbre se puede situar en torno a 1773 y 1780. es bastante significativo que en 1773 Federico II obligase a la Academia de Berlín a imprimir sus actas en francés, considerada como lengua universal. Las «luces» aparecieron durante décadas asociadas en el continente a la imagen de la cultura francesa. El movimiento francés de las «luces» no constituyó un frente compacto, sino un conjunto de impulsos que iban en varias direcciones: desde el deísmo hasta el materialismo y desde el anticlericalismo hasta el empirismo, a medida que este movimiento tuvo éxito se hizo más radical, casi intolerante con los adversarios y orientado hacia reformas, incluso políticas, cada vez más extremistas al menos en teoría. Los extremistas del pensamiento francés, germinaron más vivamente en el extranjero como es el caso de Montesquieu en materia de derecho penal y a favor de sanciones más moderadas. Publicado en 1764, el libro de Cesare Beccaria titulado “De los delitos y de las penas”desarrolló de modo vigoroso y eficaz las tesis ilustradas sobre el tema y tuvo una gran resonancia como lo demuestra su traducción a 22 lenguas.
De Ginebra salió una ulterior y mucho mayor aportación a las «luces» francesas: la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Destacándose a partir de 1750con un “Discours sur les sciences et les arts”, ejerció una mayor influencia con su “Émile” y sobre todo con el “Contrat Social” (1762). Aportó a la Ilustración la contribución más original y atrevida y repleta de repercusiones en el plano político. Asumió de lleno las ideas que ya estaban en circulación, reelaborándolas en un conjunto no exento de contradicciones, aunque de innegable eficacia por sus consecuencias. Sobre el hombre, aseguró que era necesaria una educación adecuada para poner coto al egoísmo que se ha apoderado de cada uno e impedir la deformación de su personalidad. A escala colectiva, buscó un orden social. Rousseau sostuvo que el soberano fue la voluntad general y no debía ir en contra de los miembros de la sociedad, porque había sido expresada y formada por ello a través del voto directo. Pero esta voluntad resultó absoluta y capaz de otorgase así misma la ley. Sólo en potencia el pueblo seguía siendo soberano y confería la autoridad a un poder ejecutivo. Los soberanos debían ejercer el poder real como si fuese la expresión del consenso universal. Tras intentar unir estrechamente la moral a la política, llegó así a un especie de estado totalitario o de nueva dictadura donde la voluntad general tenía siempre razón y debía prevalecer.
Mucho más hombre de su tiempo que Rousseau, Turgot fue un promotor del absolutismo ilustrado, propugnó la eliminación de las supervivencias feudales en Francia, así como la instauración de la unidad jurídica de todos los ciudadanos. Llegó a situarse entre la vertiente del reformismo y la de la revuelta que se traducía ésta en un cambio progresivo de las relaciones existentes. Turgot perfilaba el deseo de una «constitución» y para él la legitimidad del rey y la justificación de su poder no estaban ya fundadas en un derecho divino o dinástico personal. La autoridad soberana era válida si el monarca se movía dentro de los confines trazados por un derecho derivado de la moral. Los ilustrados estaban de acuerdo en quitar al rey sus atribuciones tradicionales y considerarlo ante todo como un hombre.
En toda Europa, aunque sobre todo en Francia, la “Enciclopedia” de Diderot y D’Alembert, —cuya publicación se inició en 1751—, ejerció una influencia profunda en el sentido de una ilustración radical. Interrumpida al año siguiente de su publicación se reanudó desde 1759 por la revocación tácita del decreto que la había proscrito. En sus páginas brillaba un repudio del sistema político y social del Antiguo Régimen. Prohibido de nuevo oficialmente, el gran diccionario fue editado en la clandestinidad a partir del tomo octavo. Su mayor promotor Diderot (1713-1784) había pasado poco a poco del deísmo al panteísmo para aproximarse a un naturalismo de fuertes acentos de carácter biológico.
La coyuntura francesa de las «luces» estaba cambiando visiblemente y pasando de una etapa a otra. Testimonio de ello fue la obra del abate Guillaume Raynal (? 1796) que profetizó un cambio de gobierno en su propia patria, aunque tratando los acontecimientos que se estaban produciendo en América.
Uno de los problemas que la Ilustración consideró central fue el de la formación pedagógica, sobre todo porque se sostuvo que los hombres tenían que ser educados racionalmente. Se ha manifestado que esta perspectiva —aunque condujo a uno de los resultados más innovadores de los que se vanaglorió el mundo moderno: la enseñanza pública y obligatoria— tuvo efectos negativos en el patrimonio de las tradiciones y en las culturas populares. En el transcurso del siglo XVIII, el interés por la enseñanza aumentó ciertamente, pero todavía con mucha lentitud. Persistió una amplia hostilidad a los proyectos de secularización en masa, ya que muchos temieron que por la vía maestra de la educación se podía llegar a «ilustrar» a los estratos sociales considerados inferiores. Hubo un verdadero conflicto interno, por un lado, debilitado el papel de la religión, se pensaba que una enseñanza laica la podía sustituir, por otro, los mismos laicos fueron ampliamente condicionados por una visión jerárquica de la sociedad y, por lo tanto, de los límites en que se la debía educar según las clases sociales.
El objetivo de la Ilustración pudo parecer el de formar ciudadanos preocupados por el bienestar, además de sensibles a la obediencia debida al estado y al patriotismo. Toda materia de enseñanza tenía que ser presentada de un modo que pudiera ejercer una influencia moral. Las nuevas escuelas enseñarían así a vivir mejor y contribuirían al progreso de la sociedad. Muy pocos creyeron que virtud, talento o genio podrían encontrarse a menudo entre trabajadores o campesinos. Por esto diversos planes educativos previeron que los hijos del pueblo sencillo tenían que limitarse a la enseñanza secundaria. Los fisiócratas fueron los primeros que invocaron una profusa educación popular, laica y controlada por el estado, considerando incluso que era indispensable para los campesinos cierto grado de alfabetización.
En conjunto las estructuras pedagógicas siguieron pareciéndose en toda Europa a las del pasado. El interés se concentró en una educación de tipo especializado y de elite, para la formación de cuadros competentes. Se pueden distinguir dos etapas en la actitud de los «filósofos», en principio sus escritos traslucían la desestima y el desprecio por el pueblo, rudo e incapaz de razonar, a continuación se dieron cuenta que las condiciones del cuerpo social dependía precisamente del pueblo y, por lo tanto, no se podía seguir descuidándolo, con lo que se convirtió como objetivo el descubrir las capacidades ocultas de la gente común.
Muchos temían que la enseñanza para todos provocase la disminución de la mano de obra y acrecentase la insatisfacción de las masas. Fue a partir de 1760 cuando empezaron a promoverse planes para la educación popular y considerarla como un deber del estado: algunos déspotas ilustrados compartieron este parecer. La enseñanza pública se convirtió en un objetivo primario, lo que significaría el fin del monopolio pedagógico ejercido por los jesuitas, la comercialización de la agricultura y el inicio de la industrialización. Así, a través de una enseñanza pública, universal y gratuita, el estado lograría limar las desigualdades sociales creando una paridad casi perfecta entre los ciudadanos.
La Educación
Se ha observado que las reformas efectuadas en el siglo XVIII no alcanzaron una incidencia notable en los niveles populares de alfabetización o de escolarización.
Hubo progresos pero que no resultaron regulares ni constantes, la escuela ejerció aún un papel totalmente subalterno. La Biblia siguió siendo el principal libro de texto y la cultura oral cubría la mayor parte de las necesidades. Además la vida de los instruidos no era muy diferente de la de los indoctos, y el acceso a las distintas ocupaciones tuvo escasa relación con la trayectoria pedagógica, a excepción de determinadas carreras.
Estas consideraciones representan la otra cara de la moneda de la cultura de la Ilustración y muestran hasta qué punto ésta siguió siendo un fenómeno de elite. Recorriendo el panorama ofrecido por la educación en los distintos países europeos, vemos: en el área germánica los cambios que se produjeron fueron escasos; el trabajo continuó representando una constante en la vida de los niños de ambos sexos, incluso en los centros urbanos alemanes, los niños frecuentaron las escuelas de modo irregular. Hay que indicar que en esa zona se pensó precozmente en la formación de los maestros, se creó un primer instituto con este objetivo en Gotha desde 1698 al que siguieron otros, integrados por preceptores laicos, siguieron siendo relevantes los grupos de sacerdotes que enseñaban.
En Prusia, fue Federico Guillermo I el que inició en 1713 la reforma de la enseñanza y decretó, en 1717, la obligatoriedad de la asistencia a clase desde los cinco hasta los doce años, en este sentido siguieron Sajonia en 1722 y Baviera en 1802, aunque en ninguna zona las obligaciones escolares fueron respetadas con escrupulosa exactitud. En Prusia la oposición de la nobleza y la resistencia de las clases sociales inferiores se unieron a los bajos salarios y a la penuria de los profesores. Los institutos procuraban garantizar una educación clásica y una sólida formación religiosa y a nivel elemental la Biblia y el catecismo constituían los principales libros de lectura.
En Austria destacó la figura del abate Ignaz Felbinger (? 1788), que bajo el reinado de María Teresa y de José II promovió un sistema escolar elemental de tipo moderno. Vieron en la enseñanza un instrumento para crear súbditos útiles y obedientes y como una función que pertenecía al estado. Estatales, aunque administradas por la Iglesia, fueron las escuelas públicas de Baden que concentraron en su programa de estudio en el catecismo luterano y en las tablas pitagóricas. Los maestros aceptaron ser pagados en especies, productos naturales, parcelas y utillaje agrícola. En la segunda mitad del siglo, en Baden los hombres alfabetizados eran un 80 % y de mujeres un 40 %..
En Italia, las energías se concentraron en las universidades y en algunas escuelas para oficiales y funcionarios en perjuicio de la educación popular. La educación se difundió en centros como Milán, Florencia y Nápoles. Los campesinos y los pobres creían poco en la función de educar a sus hijos. En el Milanesado y la Toscana la educación progresó gracias a la disponibilidad de los religiosos, en Nápoles todo esfuerzo fue inútil ante la hostilidad de la jerarquía eclesiástica conservadora. En el Piamonte se creó un sistema escolar secundario que excluía a los jesuitas.
En España, la alfabetización masculina pasó del 46 % al 92 % entre el siglo XVI y fines del XVIII, mientras que la de las mujeres ascendió del 4 al 14 %. En Francia, el progreso en este ámbito fue más acentuado en la primera mitad del XVIII que en la segunda mitad. Con todo los niveles de la alfabetización femenina crecieron más que la masculina, gracias a las “petites écoles”, tanto municipales como clericales. Respecto a las parejas casadas de las clases populares, el grado de alfabetización pasó del 21 % en 1690 al 37 % en 1790. El factor que incidió en mayor grado en la andadura de la educación en Francia fue el rango social y la clase a que se pertenecía. El nivel de la educación fue claramente superior en las ciudades, donde los padres acomodados podían enviar a sus hijos a las escuelas subvencionadas públicamente. Mientras que los libros y estructuras escolares eran muy insuficientes o inadecuados, lo catecismos constituían el pan cotidiano de la educación. Con todo, las situaciones eran bastante dispares, incluso entre las mayores ciudades: en Marsella, por ejemplo, el promedio de alfabetización de los trabajadores pasó del 28 % en 1710 al 85 % en 1785.
En Inglaterra, una cultura burguesa vinculada al consumo de diarios y otras publicaciones surgió a partir de los últimos años del siglo XVII, mientras que una buena educación fue asumida como una forma de discriminación entre una clase social avanzada y los grupos claramente retrasados, la pequeña burguesía comercial y también algunos artesanos se mostraron deseosos de acceder a ella. Bernardo de Mandeville (? 1723) sostenía aún que era necesario dejar en la ignorancia a varios sectores con el fin de aprovecharlos como fuerza de trabajo. No se llegó a realizar ningún proyecto de escuela subvencionada por el estado, pública y gratuita. En Escocia, gracias a la revuelta calvinista, se pusieron las bases de un sistema de escolarización obligatoria. En Inglaterra, los miembros de la clase media sabían todos virtualmente leer y escribir, a ello contribuyeron las exigencias y los progresos de la economía. La difusión de los textos religiosos siguió siendo notable y aunque los sentimientos de la Ilustración produjeron algunos progresos, en conjunto manifestaron una eficacia inferior a la manifestada en otras partes.
En las Provincia Unidas, fueron las motivaciones religiosas las que estimularon el crecimiento de las estructuras escolares de un modo más acentuado que en los Países Bajos meridionales. En Suecia, la alfabetización de la gente común constituía también un aspecto de la práctica pastoral, no sólo la influencia de la Ilustración fue marginal sino que la nobleza se opuso incluso a la introducción de las reformas pedagógicas.
En las colonias inglesas de América, más concretamente en Nueva Inglaterra, los agricultores estaban alfabetizados al 55 % en 1660 y llegaron al 80 % un siglo más tarde. En Virginia y Pensilvania, la mitad de los miembros masculinos de la burguesía media y de las clases trabajadoras no estaba alfabetizada a finales del siglo XVIII.
Las «Luces»
De un modo casi paradójico, y a pesar de la presencia de grandes pensadores como David Hume ( ?1776), su mejor representante para buena parte del siglo XVIII ya no fue Inglaterra. Si se quiere encontrar de nuevo en suelo británico un nuevo fervor en sentido democrático, es necesario esperar a los años de la insurrección de las colonias de Norteamérica. Se desarrolló entonces un movimiento que tendía a ensalzar el nuevo sistema de gobierno republicano y federal de Estados Unidos.
Más notable resulta la Ilustración alemana, aunque no tuviera allí una auténtica capital. Aquí se puede poner de relieve la disminución del fervor religioso y un fenómeno de aproximación de los representantes del pensamiento confesional a la sensibilidad ilustrada. Las prácticas devotas sufrieron un retroceso claro, se intentó renovarlas introduciendo reuniones «ilustradas» con cantos litúrgicos en lugar de los himnos tradicionales. Las «luces» se introdujeron en territorio alemán tanto en los ambientes católicos como en los protestantes. Posición bastante radical fue la del eclesiástico J. F. Jerusalem (? 1789), tras haber abandonado el dogma del pecado original y de la Redención, llegó a sostener que el género humano se educaba progresivamente hasta convertirse en imagen de Dios, al fin abandonó también la creencia de la trinidad, puesto que vio en Cristo sólo un mensajero divino. Para Gotthilf Samuel Steinbart (? 1800) era posible llegar a la felicidad a través de las religiones más diversas: el valor del cristianismo residía en el sostén que proporcionaba la moralidad natural. En resumen, según Bahrdt, Jesús se comportó como un ilustrado: aprovechando la fe del pueblo produjo con sutiles estratagemas la ilusión de milagros. Se llegaba en Alemania al anticlericalismo, siendo el clero a los ojos de Bahrdt el responsable de que la religión fuera sofocada por la superstición y el fanatismo. A su parecer, las comunidades religiosas y las iglesias eran superfluas, por cuanto se basaban en el engaño y el la explotación del pueblo. A su lado, el párroco berlinés J. H. Schulz (? 1824) renegó de todo tipo de confesión y de fe, mientras que para la escuela luterana era necesario despojar el cristianismo de los dogmas y poner en primer plano los deberes morales.
Opuesto al caso alemán que salió poco de su país, fue el caso de los pensadores franceses. Durante el siglo XVIII se asistió a un fenómeno de afrancesamiento, ante todo lingüístico, de Europa y cuya cumbre se puede situar en torno a 1773 y 1780. es bastante significativo que en 1773 Federico II obligase a la Academia de Berlín a imprimir sus actas en francés, considerada como lengua universal. Las «luces» aparecieron durante décadas asociadas en el continente a la imagen de la cultura francesa. El movimiento francés de las «luces» no constituyó un frente compacto, sino un conjunto de impulsos que iban en varias direcciones: desde el deísmo hasta el materialismo y desde el anticlericalismo hasta el empirismo, a medida que este movimiento tuvo éxito se hizo más radical, casi intolerante con los adversarios y orientado hacia reformas, incluso políticas, cada vez más extremistas al menos en teoría. Los extremistas del pensamiento francés, germinaron más vivamente en el extranjero como es el caso de Montesquieu en materia de derecho penal y a favor de sanciones más moderadas. Publicado en 1764, el libro de Cesare Beccaria titulado “De los delitos y de las penas”desarrolló de modo vigoroso y eficaz las tesis ilustradas sobre el tema y tuvo una gran resonancia como lo demuestra su traducción a 22 lenguas.
De Ginebra salió una ulterior y mucho mayor aportación a las «luces» francesas: la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Destacándose a partir de 1750con un “Discours sur les sciences et les arts”, ejerció una mayor influencia con su “Émile” y sobre todo con el “Contrat Social” (1762). Aportó a la Ilustración la contribución más original y atrevida y repleta de repercusiones en el plano político. Asumió de lleno las ideas que ya estaban en circulación, reelaborándolas en un conjunto no exento de contradicciones, aunque de innegable eficacia por sus consecuencias. Sobre el hombre, aseguró que era necesaria una educación adecuada para poner coto al egoísmo que se ha apoderado de cada uno e impedir la deformación de su personalidad. A escala colectiva, buscó un orden social. Rousseau sostuvo que el soberano fue la voluntad general y no debía ir en contra de los miembros de la sociedad, porque había sido expresada y formada por ello a través del voto directo. Pero esta voluntad resultó absoluta y capaz de otorgase así misma la ley. Sólo en potencia el pueblo seguía siendo soberano y confería la autoridad a un poder ejecutivo. Los soberanos debían ejercer el poder real como si fuese la expresión del consenso universal. Tras intentar unir estrechamente la moral a la política, llegó así a un especie de estado totalitario o de nueva dictadura donde la voluntad general tenía siempre razón y debía prevalecer.
Mucho más hombre de su tiempo que Rousseau, Turgot fue un promotor del absolutismo ilustrado, propugnó la eliminación de las supervivencias feudales en Francia, así como la instauración de la unidad jurídica de todos los ciudadanos. Llegó a situarse entre la vertiente del reformismo y la de la revuelta que se traducía ésta en un cambio progresivo de las relaciones existentes. Turgot perfilaba el deseo de una «constitución» y para él la legitimidad del rey y la justificación de su poder no estaban ya fundadas en un derecho divino o dinástico personal. La autoridad soberana era válida si el monarca se movía dentro de los confines trazados por un derecho derivado de la moral. Los ilustrados estaban de acuerdo en quitar al rey sus atribuciones tradicionales y considerarlo ante todo como un hombre.
En toda Europa, aunque sobre todo en Francia, la “Enciclopedia” de Diderot y D’Alembert, —cuya publicación se inició en 1751—, ejerció una influencia profunda en el sentido de una ilustración radical. Interrumpida al año siguiente de su publicación se reanudó desde 1759 por la revocación tácita del decreto que la había proscrito. En sus páginas brillaba un repudio del sistema político y social del Antiguo Régimen. Prohibido de nuevo oficialmente, el gran diccionario fue editado en la clandestinidad a partir del tomo octavo. Su mayor promotor Diderot (1713-1784) había pasado poco a poco del deísmo al panteísmo para aproximarse a un naturalismo de fuertes acentos de carácter biológico.
La coyuntura francesa de las «luces» estaba cambiando visiblemente y pasando de una etapa a otra. Testimonio de ello fue la obra del abate Guillaume Raynal (? 1796) que profetizó un cambio de gobierno en su propia patria, aunque tratando los acontecimientos que se estaban produciendo en América.
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